viernes, 21 de diciembre de 2012






Un domingo, se acercó a mi alcoba, se recostó sobre el marco de la puerta y me dijo suavemente que creía que estaba muerto. Es temprano le respondí. Déjame dormir.
Luego se estuvo allí un buen rato, me imagino, mirándose en el espejo grande de la pared.
¿Vas a salir? me preguntó.
Si. Voy al gimnasio a las diez.
No te asustes cuando abras la puerta, me dijo. La mariposa sigue allí.
Espántamela. Le grité debajo de las cobijas. Yo no la quiero ver.
Entonces se puso a reír. Corrió hasta la entrada del apartamento. Escuché que abría y cerraba la puerta.
Listo. Gritó. Pero pronto va a volver.


A mediados de octubre, el calor de las mañanas hacía que la pobre se refugiara siempre en la misma parte. Esa era la explicación que yo me daba. Pero, debo admitir que lo de los bichos sí era cierto. Se los encontraba en todas partes, arañas, gusanos, moscas, la mariposa negra de la buena suerte, me decía para que yo no me angustiara. Y fue al mes siguiente que empezó todo el asunto de las fotos. Las buscaba, las imprimía y las pegaba en la pared, la que era de su estudio. Ésta es Diana, me dijo una vez, señalando una foto de su nuevo grupo de trabajo. A su lado había pegado otra foto, más vieja, de mi tía Nelly y sus amigas que vivían en Venezuela. Ésta, también es Diana, me explicaba, dibujando con su dedo un círculo en la cara de una mujer extrañamente parecida. Y así se la pasaba todo el tiempo informándome de sus hallazgos. Yo me empecé a asustar tanto que pensé que lo mejor era consultar a alguien, que no fueran mis papás, pues no sabía qué hacer.


Busqué entonces a Margarita, que más que una psicóloga, era una amiga comprobable. Ella accedió inmediatamente a hablar con mi hermano sin esperar retribuciones. Lo hacía por el cariño. Sabía todo lo que yo había tenido que sufrir por su pasado y que no había sido fácil superarlo. Para nadie. Ella sabía del accidente. Nicolás dejó de tomar, y no había otra cosa que me diera más felicidad que verlo así, juicioso, concentrado, tranquilo, prometiéndole al mundo, a su familia, que jamás iba a volver a caer. Después de dos meses de brillante sobriedad, Margarita se disponía a hablar con un hombre que ya no era alcohólico pero que sí andaba con esa locura de su muerte.

Dos veces se vieron y nunca supe lo que hablaron. Tu hermano está feliz, me decía por chat, eso es lo único que cuenta, y yo que por dentro, a causa de tanta costumbre, no dejaba de preocuparme. Tal vez ya era tiempo de soltarlo, dejarlo ir finalmente y confiar. Qué difícil me resultaba a mí esa palabrita. ¿Conociste a Mery? me escribió también ese día. No, le respondí. Era la profesora de Nicolás de Quinto de primaria, ayer me mostró una foto, amiga, y adivina que? Era igualita a tí, dije con seguridad. Así es amiga, somos idénticas, qué increíble, no? Mucho. Me preguntaba a mí misma si con tantas búsquedas fotográficas mi hermano iba a tener tiempo para su trabajo. Déjalo ir y confía, déjalo ir y confía. Si Margarita. Increíble.

Cómo si yo no tuviera cosas que pensar. Andaba toda envolatada con un bendito contrato que salía, y luego no salía, y que el visto bueno del ministro, y la firma de fulanita que nos cae mal porque es la cuota política de la viceministra, en fin. yo tenía mis angustias. como cualquier otra persona. Ya había cumplido mis treinta y cinco y me aterraba la idea de quedarme sola. En aquella época, un gentil personaje supo como ilusionarme. Se llamaba Sebastián, separado, dos hijos mayores y una vida aparentemente cómoda. Un día me dije: ¿Y por qué no? compré pasajes a Miami y le acepté la invitación a visitarlo. Era la mejor manera de soltar a mi hermano, de decirle entre líneas que confiaba en él. Juicioso, le dije cuando abrí la puerta con todo y maletas, y al cerrarla me di cuenta que la mariposa de la buena suerte aun se encontraba allí.


NOVIEMBRE




El colegio quedaba en el barrio Santa Sofía. Era una casita pequeña ubicada en medio de un taller para carros y una panadería. Nuestra Señora de la Asunción, decía, con sus letras en dorado, puliditas. Cuando ya me había cansado de golpear tantas veces la puerta y pensaba que lo mejor era irme, apareció desde la ventana de arriba una señora, viejita, viejita, preguntándome qué quería.  Estoy buscando a la profesora Mery, le dije así ella no supiera. Entonces bajó apurada a abrirme. Pasadores, ruido de llaves y finalmente ella. Carmencita.

Ella fue la que me mostró los anuarios. En qué año fue? Me preguntaba. En 1985 Carmencita.  Aquí estaba con los de quinto, me dijo. Era la misma foto que tenía Nicolás. Quiero encontrarla, le dije. Quiero saber de ella, ayúdeme a buscarla Carmencita, debe haber un teléfono, una dirección. Dos treinta y uno, sesenta, setenta y nueve. Mire, mire, carrera treinta y tres, número setenta y nueve, setenta. Es allí no más, como a cuatro cuadras, ya vengo, ya vengo, a dónde va mijita? Salí corriendo como una loca, atravesé el parque que quedaba al lado de la iglesia, del afán sin un arete y cuando llegué, el miedo primero, no quería verme viejita, así voy a ser yo. Golpeé la puerta de una casa grande, dos pisos y ventanas pequeñitas. Trataba de respirar, llevaba la foto en la mano, comprobaba la dirección, si, es ésta. Entonces me abrió un hombre alto, moreno, canoso. Está la profesora Mery? le pregunté.  Naj, me respondió. E fué, e fué, me decía, no hablaba bien. Se fue? Levantaba su brazo hacía la calle. Fuera, fuera, paque. Parque? paque. Gracias, le dije y volví a correr. Cuando llegué a la iglesía la ví sentada en un butaquito debajo de un árbol. Es ella, debe ser ella. Que susto, dios mio. voy a acercarme y la voy a saludar. El corazón se me salía, no le veía la cara, llevaba un chalecito rojo.

Pero allí me quedé, totalmente paralizada. Quizás no sea buena idea, pensé. Cinco, diez minutos, de pronto más, y no me podía mover. Luego dos niños se acercaron a la mujer, la ayudaron a levantarse. No es ella, observé. Cruzaron la calle, pasaron al frente mío, entraron a la iglesia. No es ella, me dije de nuevo, no es ella, no es ella, y me puse a llorar como una boba. Caminé desconsolada hasta mi casa. Quería olvidarme de todo.

Al otro día cancelé las citas que tenía y volví al colegio. Tome Carmencita, le entregué la foto. La encontró? No. Usted ha dado clases? No. Estoy buscando a una profesora de quinto, sabe de alguien? No, pero si sé de alguien yo le aviso Carmencita. Ese mismo día volví a la casa de ventanas pequeñitas. El mismo hombre. está la profesora Mery? Naj.  E fué, e fué. paque. Si, claro, el parque otra vez. Una niña me observaba desde arriba. parecía desafiante. Hola. No respondió. Conoces a la profesora Mery? 

DICIEMBRE








Ya sabes Cocolio, si preguntan por la abuelita, tú no sabes. Dí que no está, que se fué al parque. Si, paque, e fué. Gregorio repetía todo lo que Juli le decía. Lávate las manos, mira por la ventana, apúntate la camisa, era increíble como un hombre de cincuenta le hacía tanto caso a una niña de trece. Tenemos que estar pendientes, decía. Muy pronto van a llegar y van a querer sacarnos de aquí. No lo podemos permitir Coco. Naj, untos, untos. Si coco, vamos a estar juntos. Ambos se habían dado mañas para sacar el cadáver de la habitación, lo habían dejado junto al lavadero que quedaba en el primer piso, por lo menos allí el olor no iba a ser tan fuerte. Luego quitaron los letreros de las ventanas, la casa ya no estaba en venta, nunca lo estuvo. Esos eran cuentos de la mamá, que quería llevarse a la abuela a un ancianato en Fusagasugá, dejarla tirada por allá. Y al pobre Gregorio lo iba a poner a pedir monedas en la calle. Ella era así. Menos mal se fue. Que ni vuelva, pensaba la niña mientras se ponía la pijama. Gregorio va a cuidar de mí.